La calavera de fiesta me empuja,
lirios fláccidos saludan por los pasillos
a la reina de todas las trenzas
con sus zapatos caídos,
con su arrebol de Musitania,
(¡rápido, rápido,
mi perfume se marchita!)
llanto de velas y
hela aquí
con sus latas de sardinas
acechando,
con sus
enredaderas.
No es el fin, murciélagos,
la reina de todas las trenzas
respira un poco aún en la madrugada
y manos de ámbar
tiemblan
(su cuerpo ridículamente pequeño
ha caído formando una arco
sonriente a la izquierda
decepcionado a la derecha).
Latidos por todas partes,
obreros eugenésicos abriendo
cinematógrafos en el cielo pardo
de sus ojos. El valor de la muerte
que todos perdemos
la educa.
Aquí viene (y va) a medio gas
la somnolienta reina de todas las trenzas.