Dile a la princesa tatuada
de que fango se compone el antiguo
remedio de baile que obstruye su
abanico. Que observe dentro de
las copas de vino los rastros de
cosmético que va dejando su rostro
al cantar, un poco lento, un standard
abismal, inventando corazones de plumcake
entre el personal, alta dama de
la electricidad, enredo de seda en los
baños públicos. Un cigarrillo es igual
a la cerca de nubes alambradas que
hay que saltar
antes de entrar
en su sala de espejos.
Y mira, en sus dedos ya
no sostiene
el monedero roto
del pasado.
Duerme como una ninfa sobre
las medias erizadas y hay un gato
que se acerca a la madrugada
en su ventana.
A veces un ruido evoca el carmín
de quien volvió una noche
abalanzando el fondo del pasillo
sobre la hermosura,
consumido de noches largas en la mecánica del mar,
de noches blancas en vísperas de viajes,
sangre y carmín en la pechera, a esa hora
en que el whisky y los tangos idealizan
la luz de una sonrisa
y en los locales refrigerados basta un pincel
de plata magnética sobre unos ojos para encontrar
en ellos las horas perdidas de nuestra infancia.
Paletadas de sal, dos rosas ocupando las cuencas de los ojos,
algo como un sordo dolor, una aguja de hierro
que acaricia la lengua y los oídos.
Al final, su cuerpo en la lluvia del parque de atracciones
tiene la luz angustiosa de las pistas de baile
y los hoteles de otro tiempo....