Opio
En el viaje no todo es nuevo, incluso
apenas hay flores desconocidas:
la larga tormenta pertenece a cada viajero,
al propio teatro.
Estatuas bajo la penumbra de un sol antiguo,
équidos de piedra que nos persiguen
inmóviles
como la vida,
y en sus crines solo habita
el pasado que no es nuestro,
que no es pasado.
Bajo el color granate de las torres
arbóreas se desnuda olvidada
la fuente, como un fuego débil
que apaga continuamente el agua.
Todo a esta velocidad marítima
parece más largo. La uva sobre el mar,
las velas imaginadas.
Los pasajeros
comen galletas contemplando
el crepúsculo. Sus razonamientos
aluden al rito circense de añorar la tierra
firme, como pájaros de plomo,
hermanos lanares de las montañas.
Decir adiós es recordar otros adioses.
La sangre se mueve espesa por la noche
del barco. El champagne dorado
supera la brillantez del espectáculo
y ya lo sabíamos
el perfume es como un rayo de alcohol
que se une al alcohol, un pólipo que nos atrapa
en el aire ciego del mar.
Decir adiós es como quedarse quieto para siempre.
El viaje se detiene en el diamante del puerto,
en el cristal de la ciudad, en el nácar de la habitación.
El dolor palidece.
Se puede olvidar de tantas formas innobles.
Todo lo invisible nos pertenece,
también la primera herida
y las sonrisas.
Los recuerdos como madréporas
se instalan en una luz
que ya no vemos.
Ayer vimos pasar, con quietud,
rasgos de la ciudad de Telpaneca, el Popocatéptl,
pasó también una catedral hundida
en el tiempo de Escocia,
pasó el esqueleto de Atenas
y su altar de mar, las nubes
pasaron sobre Shanghai.
No fue en vano, pero pasaron.
El viaje no muere.
Como una alta ola
nos derribará un día un desespero,
una máquina de horizontes, un hogar
ingrato. El mar y su juego de dados
olvidará nuestro viaje.
Nuestro nombre.
Y éste tiempo.