Tosca
Puede ser cierto, rezamos para rastrear
nuestra impureza,
o rehacer los ciclones de metal afligidos
por las pantallas y sus máscaras de ruido blanco,
o para evitar la desaparición de los ángeles.
O la de la gente que se consagra al recuerdo de un cuerpo,
a su imperceptible sonido en las estancias contiguas,
a la esponja antigua como una costumbre,
al peine,
a la tablilla de ardor sostenida
con el pensamiento, repitiendo como niños
las humedades de su herida,
la firmeza de su desmembramiento.
Nuestro gesto se quedó allí, recordad,
imposible,
al mismo tiempo que
quizá
unos tirantes rojos,
pero siempre junio
y sus
paredes de luz blanca,
cuadrados opresivos que olfateaban
electricidad en una zona oscura.
Flaquear era como sentir el instante
en que un dedo de muerte tocaba un hígado
o un corazón.
También, en un milímetro de tormenta,
aparecía la mancha del bosque
alejándose de la ventana,
su sueño a orillas del extenso arroyo,
sus llamas de miedo al octubre.
Allí disparábamos, recordad, intentando acabar
con su tosca multitud de animalillos,
duendes, flores, hechizos,
con la moribunda escopeta de plástico,
al bosque,
atravesándolo con la sangre de broma
de las personas inmóviles
que ocultándose tras los eucaliptos
no pretendían abandonar nuestra vida
caminándola en un segundo.
Matar para siempre
desmontando los decorados.
Un círculo que traza otro círculo
en el horizonte. Sutilmente
cruzar el bosque, dejar un nombre,
adquirir un final.
El sol deja
un destello de nieve en las cicatrices,
el sol las recuerda, en el sol permanecen.
La nieve se encargará de ser nosotros.