Kilómetro tras kilómetro la misma frase melódica iba manchando de flores nuestra memoria. En cambio, la fascinación imprecisa del desierto de sonidos que me rodeaba dejaba de crecer como una rama invernal en mis oídos, y me dificultaba respirar. Nuestro interior, todo nuestro universo, era compartido. El exterior, sin embargo, pasó a ser un secreto.
El calor empezaba a llamarnos hacia el fin del mediodía, y junto al río, bajo una mosquitera blanca colgada de un álamo, el sonido de los mosquitos resolvió completamente nuestros problemas. En aquel sitio perfecto para soñar con los Trópicos, un zumbido atravesó entre cuatro notas y recordé el rechinar de aquel pequeño volcán de plexiglás que había a la entrada del parque botánico de mi antigua ciudad. Pensando en las fotografías que había hecho esa mañana, apoyé las manos en mis rodillas, y observé cómo nuestras últimas huellas se mezclaban con la arena.
El agua avanzaba en zigzag, clara, pura pantalla de cine para el cielo, y el reflejo de dos nubes navegaba sin moverse llegando hasta el fondo de piedra. Los peces nos miraban, desarreglados y sucios, soñando con ingresar en aquella zona extraña y nuestra. Desde esa pantalla temblorosamente iluminada se fijaban en nuestra antología de boqueos, y se estiraban hacia nuestro corazón como pequeñas manos cuando nos metíamos en el agua.
Las formas enormes de la oscuridad empezaron a volcarse sobre los álamos dos horas después, y me hiciste un gesto de adiós después de terminar tu bebida y antes de volver a las sonrisas que señalaban las oquedades de tu coche. Modelos de estado de ánimo: las maravillas que nos hicieron preferir el río formaban una figura que encontramos antes en las líneas de las manos de nuestros padres, y después en los troncos dorados de los árboles.
Escrito por U U a las 14 de Enero 2011 a las 12:10 AM