Una semana antes de morir, estabas cantando.
No sé como seguir cuidando de ti.
Tus cinco años en Francia.
La sencillez de tus manos
ha ido dejando cojas las mías.
No he aprendido nada.
El vino local me ha teñido la piel de color rosa.
Me ha mantenido la memoria,
me ha dejado sin nada.
Tu bañera se ha vuelto de un gris abisal.
La mía desagua cada vez mejor,
hace durar menos aquella imagen de ti:
subidos en el 27
juntos,
rodando hacia el centro de Valencia,
y cantando.
Cantando como dos cafeteras.
Cantando, golpeando en las ventanas con nuestras alas,
como dos gaviotas.
Cantando, abrigándonos el uno al otro con una nube del otoño pasado,
como dos cielos.
Tú, al socaire de septiembre,
cantando Alouette.
Y yo me sentaría a mirarte,
a mirar tus dedos ensartados
como las costillas de un ave de caza,
a mirarte,
y a esperar a que el ave se partiera en dos
y se convirtiera en ti, cantando.
Supongo que te pareces a ésta ciudad en verano,
cuando la luz la transforma en un espejo sin fondo
que siempre lleva al mismo sitio dos veces.
Te imagino ahogándote en el río que se aleja,
cantando, y me siento casi en casa.
Y presiento tu cocina, como un estornudo
que no acaba de llegar.
Tú cantas, y yo cuento
monedas de verdín para darte
y que dejes de cantar.
Alouette, gentille Alouette.
Alouette, cantas.
Je te plumerai.