En el tren que la conducía a Siberia, Ginzburg recitaba poemas a sus compañeras para distraerlas. Entra un guardia: oyó que alguien leía, y los libros estaban prohibidos. Ginzsburg asegura que está recitando de memoria, pero él no acaba de creerlo y le lanza este desafío: "Si lees media hora sin libro, y sin parar, te creeré. Si no lo consigues, todo el vagón irá al calabozo hasta Vladivostok". El vagón retiene el aliento: ¿Habrá que pagar por aquella experiencia estética?. Como una nueva Scherezada, Ginzburg sonríe y comienza a recitar Eugenio Oneguin. Media hora más tarde, le llevan un poco de agua para humedecer la garganta y ella continúa. La apuesta está ganada y todos, recitadora y oyentes, sienten que han ganado una pequeña victoria sobre el mal circundante. Ginzburg creerá en esta forma de resistencia hasta el final de su encierro: 'Mi instinto me decía que, aunque mis piernas flaquearan, aunque mi espalda se rompiera bajo el peso de las angarillas sobrecargadas de piedras, en tanto que la brisa, las estrellas y la poesía continuaran emocionándome, yo seguiría viviendo'.
Escrito por U U a las 28 de Julio 2014 a las 01:50 PM