Vivian en un desierto de oro, donde no existia la palabra. Se mordian unos a otros en la ceguera del sol sobre el metal. Estaban locos y daban a luz muertos.
Se secaban en aquella riqueza infinita, haciendo señales en la noche, en la calma terrible de la sangre en las bocas y del frio, del frio y del metal de hielo, de las flores olvidadas y la materia del sueño que termina tras las estrellas.