El verdadero amor espera
en sótanos encantados,
en caramelos y patatas fritas.
(Radiohead)
Subió despacio las escaleras porque sabía que ella estaba arriba, también silenciosa en el desván. Quizá había descubierto un nuevo agujero a través del que mirar el exterior desde otra perspectiva.
Subió despacio y la vio a través de una claridad que era mayor que la del polvo. Ella fingió no escuchar los chasquidos, fingió no encontrar el pensamiento vudú que la mantenía firme y callada.
El niño cerró la puerta tras él, la cerró con la llave dorada. Tuvo miedo porque un helecho empezó a moverse en el fondo de su corazón.
Paso a paso, la dibujaba con la mirada. La falda del colegio, un solo tirabuzón sobre la cara limpia. Los ojos meticulosamente indiferentes. Sin memoria, una jarra vacía, hermosa por tan vacía.
Sus ángeles se tocaron como dos hilos de sangre, el primer beso fue el más destructivo. Oro a oro se mutilaba el desconocimiento del otro.
No se preguntaban por qué aquel placer, por qué aquello que no tenía ninguna lógica les procuraba tanto placer. No se preguntaban desde donde había que venir a ese placer.
Sus manos nacieron en el aire, un milímetro justo bajo el vértigo de que nunca se fueran a tocar. Condenados y jueces, no necesitaban un amanecer para traicionar el secreto de los orígenes.
Dos niños, dos ángeles de tejido, con sus pequeños cráneos entrechocando, el fulgor, los escalofríos, grabando labio sobre labio una pequeña melodía que quemaba las zonas prohibidas, ruletas de luz en los huecos de los besos pulsados.
Él se deslizó, ella lo acompañó mar abajo, hasta la pupila.
(No rindieron esa inocencia ni la posterior hasta que supieron que en el piso de abajo estaban materializándose dos personas: 45 años, 47 años).