Blanca con la piel de fría humedad,
una fértil negativa derrama cuerpos
lacios sobre el paraíso. La sangre en ellos ya
no es un bálsamo, ya no calma. Mira,
son
como nubes en los remansos lagulares
son
como ocas de viento danzan sin sombras
ante los ojos dorados de la tarde,
desembarazados del recuerdo de las norias.
Vil combustible de la serenidad,
te agotas y empujas con tu extraño triunfo
otro cuerpo a la nada. Severa es la hora,
salimos al bosque a través del río, madre
de nuestras madres, la chistera de hierro, observamos
el tiempo
en el que tantos vamos a morir
sus ojos dorados
nos van embalsamando con luz muerta.
No sucederá nada más allá, ni allá
donde viven aún todos los que hemos sido
habrá un movimiento.
Nos exploran los árboles, ya reconocen
en sus velámenes nuestra verde savia,
el nuestro es su nuevo fruto. Pero yo, que soy tú,
madre,
dices, digo, no importa
en este verdor tener aun cuerpo
si se olvidará su aliento
en tus palacios de cloroformo,
si todo muere siempre con la vida
enredada en muchas manos.