El hombre entró en aquel bar de Estambul
cargando un maletín de tormentas.
Entró y vió el hilo dorado de una libélula
atravesando el sombrero de una señora
que sorbía ligeramente un veneno
multicolor mientras su cuerpo moribundo
se convertía en hielo
(se parecía tanto a su madre)
y el hombre entró
y vio la cáscara de su primigenio huevo
atascada en la luz de dos pistolas
que formaban un corazón.
El éxtasis de un cuchillo grasiento
relampagueaba en su ojo izquierdo
(o en el derecho si se convertía
en una forma opaca del futuro).
El hombre entró, vestido como si no
conociera la tersura del pecado,
con la corbata que brillaba en el eco
de sus pesadillas, con
los dientes de sus guantes mordiendo
los caimanes de sus manos, con su sombrero
en una sombra sin rostro,
con una solapa en la rosa, roja.
Entró y al entrar los cordones de sus zapatos
dibujaron un rostro antiguo,
y al entrar un ola de lilas se lo tragó,
y al entrar hombres enormes le recordaron,
y vió otra vez el cuchillo,
la luna, el bosque blanco.
El hombre entró y dejó a su lado el crepitar
de Radio Rusia, buscó
agua en el desierto, meditó en silencio
sobre la posibilidad de entrar
alguna otra vez en aquel bar.
Su propia metáfora es también
su pequeña historia, reflexionó,
mientras iba entrando y ya se acercaban
las estrellas, un disco de fuego
cruzaba sus costillas, el perfume
que le iba quemando los pulmones
era como una inundación que se llevaba
de su carne joven el tatuaje
del porvenir que el presente ya preveía:
dos cerillas en la mano del camarero se quemaban
con la rapidez del otoño a través de las vidrieras,
el invierno dejaba caer al mismo tiempo
una sola nieve sin segundos. Ya ha entrado
y nuevamente, cree, se ve entrar en los espejos de las
paredes y vuelve a entrar,
y a verse entrar
infinitamente
de la vida a la muerte,
de la misma muerte a la misma vida,
en dos mundos al revés.