Generaciones como páginas
que el otoño arrastra hacia su único espíritu.
A una misma hora la vida nos hace saber algo
que nos permite olvidar lo significado.
Sobredespertar y ver el sueño.
La armonía persistirá, aunque duda
el orden lacera a sus criaturas,
ve símbolos de otros símbolos, su acto no predice
la fijeza de la escenografía, ni el tiempo aclara
los ojos sin marca del que lo resuelve.
Somos un eco que se escucha a través de los siglos,
un vértice que talla la cordillera del tiempo.
Por eso a la ceremonia asisten seres que
extinguen la alegría con
golpes de tambor, y forma parte de todo
que la línea del pecado invente
superficies inmaculadas sobre las que reposar
del insondable vacío, de nuestras estrellas rotas.
Olvido sin marea que lo resuelva, norma de galápagos
en procesión por su fondo, estos ojos son solo
la superficie, han poseído el cuerpo
y su valor simbólico. Contemplarán
a las sombras adueñarse del rostro en el espejo
y después también a la luz resentida
le llegará el olvido, pero hasta entonces la hiel
avanzará como una pared húmeda hacia
nuestros labios y la besaremos, al fin, sin deseo,
acodados en la certidumbre, al fin, al principio,
la besaremos como si pudiéramos engañarla
y será como besarse a uno mismo
y sentir la repugnancia que inútiles años
han empujado contra nuestra nostalgia.
Darse la vuelta, empezar a buscar el olvido
con un movimiento,
hallar toda una nueva luz proyectada
sobre nuestra espalda
por el faro helado de la infancia.
Olvidar es, al fin y al cabo, recordarse.