De repente ésta derrota.
Ésta lluvia.
El azul volviéndose gris
y el amarillo
de un terrible ámbar.
En las calles calientes
tu cuerpo tibio.
En las habitaciones
tu cuerpo tibio.
Entre toda la gente
tu ausencia.
Entre toda la gente
no estar contigo.
Me he llevado bien
con los árboles
mucho tiempo.
He llegado a ser un familiar
para las montañas.
La alegría ha sido
un hábito.
Y de repente
ésta lluvia de tres días
obligándome a sentir
al detalle,
despertándome de madrugada
para deshacer el lado izquierdo
de la cama,
decidida a hacerme creer
que no podré olvidarte
porque no te olvido cada día.
Y de repente, ojalá.
Ojalá (- dices) que llueva pronto
de nuevo.
Ojalá (- digo) que olvide
el paraguas.
Ojalá (- dices) que las cosas
nos duelan siempre.
Antes de que te fueras, aquel día,
mientras atravesabas las dos puertas que dan al patio,
pensé que en algún lugar, en ésta casa, te quedabas.
Me hubiera gustado volver a entrar y verte.
No habría tenido nada que decirte,
pero me hubiera gustado ver de nuevo tu rostro
unos segundos después
y siempre por última vez.
Pensaba en eso hoy
mientras me disponía a atravesar
por allí, por las dos puertas.
Y sucedió algo curioso.
En cierto momento,
una de aquellas puertas se abrió.
Por un instante, tuve la certeza absoluta
de que entrarías por allí,
y que pasarías junto a mí,
sin decirme una palabra.
Pero no sucedió nada, (- dijiste) porque a la vida
siempre le falta alguno de nuestros detalles
para ser perfecta.
Llueven heridas sin piel
de abajo a arriba de mi espera
éste miércoles de cualquier siglo
aún sin luna.
Navego sobre indicios de luz marina
y apago el lago sediento
de las palabras oscuras.
Se llenan de naranjos
los correlatos del sentimiento
siguiendo un camino
de lentos desnudos.
La risa de tus dientes
(creo)
se parece a la hierba fina
que crece junto a los rayos
y me acerca al tacto amoroso
del segundo septiembre
de las violetas.