En mi escrito solo hablo de un cielo,
un cielo reseco, acabado
de limpiar por las nubes, un cielo de polen, de arcilla azul.
Si lo narro su cubierta de lunares de astro
se mueve nerviosa en círculos vacíos como un ojo
que busca las montañas
para llenarlas de luz, de lava.
Le exigiré lo que apenas estambre
acaba de abandonar la flor
con las alas ferruginosas de los que ahora
se pierden al empujar puertas,
le exigiré a los recién llegados.
Discutiré en sus débiles prados no el nombre
sino la imagen del nombre antes de que
sea liquen o se desmorone como una piedra negra
y de su recuerdo surja un sol áspero,
una espesura donde los pájaros ardan.
Desde un grito aparece, si no de otros hombres azules,
célula en las tinieblas que también sucumbe
a esa lejanía enterrada en un solo color,
a su primario rizo insondable de llanuras,
a su trepar por cuerpos de los que solo
él conserva tiempo, sonámbulo
que camina por otras noches.
Tantea con su rama primeriza
sin tronco sin apellidos sin tierra sin savia,
nos devora sin pertenecernos,
con nuestros cantos.
Salta a la esfinge de sus ríos
o delira cuajado en el empeño de sus corales
o de las tinieblas hace amanecer
la grieta de dos sexos.
Donde acabará la noche duermo manchado
incesantemente, ¿de qué me habla con arena?
sus párpados vibran como cisnes
levantándonos lentamente
hacia la palpitante campana de sol, sus secretas
márgenes de cal destierran
cielo hasta los tobillos de bronce. Te pienso
e impongo un camino de ríos: lo que no lees
es austero hemisferio nonato.
La tierra con su emergente catedral de palos
para siempre te une y te espera,
tu brisa en la piel oceánica de los lobos,
tu ausencia en las bóvedas, todo profundidad
escarlata que irrumpe
como un sauce continuo de transparencia
acuchillado.
No miréis, no miréis jamás el silencio,
lo que a su agua agredida y desnuda se enraíza,
su fiesta en los corazones de los pianos,
la pólvora verde de sus olivos,
las calles con sus máscaras de hojarasca,
no miréis su estatua golpeada
que una puerta oscura mastica,
no miréis al daros la vuelta
después de muertos
los espinos manchadas de ruiseñores
hasta que su labio en un estertor de azufre
añada otra vez la pobreza de las geografías.
No hay lugar al que ir a morir,
la descabellada frontera no es su cielo,
nos doblega la ausencia, su cadena
de espacios, su provincia, las rocas
de su despertar mudo,
y volvemos a dictarle los muchos ojos
del vacío.
Nos doblega la ausencia, su cráneo desflorado,
pero no el cielo.
Tan joven junto al fuego
sin patria aun sin excepciones
una nube sin brío te cegó
en Alejandría.
Tan inerme como el cielo demuestras
tu valor
sobreviviendo al páramo. Las luces
¿para qué te sirven? solo el calor
consumes, como una luna,
tú que de nada sirves y por ello
eres coronado. Dinos ¿para qué
te sirven? el gran día no llega,
se aclara el gentío, las voces,
después de tantas mentiras,
callan.
Te deshaces en el silencio
como la voz de una madre.
Tus ojos sin pupilas aun mezclan
algunos colores, deshechas acuarelas,
pero ya nada ven.
Fuiste lo que eres y
serás, pero el olvido
pertenece a los otros,
a los que olvidan.
Aunque la tragedia, como siempre,
es mínima si se es paciente. Ahora que te
revuelves lentamente las puertas oscuras
de los días se te
llevan y la melancolía,
su vano egoísmos, como
una cariátide de hielo te sostiene
con artificios de belleza.
Con piedras de aire te devorará,
y no será justo,
quizá, cuando el árbol que
tanto cuidas
florezca.
No será justo,
porque será
lo que esperabas.
Soñé, elaboraba un sueño sin lagunas,
todo se orientaba ordenado hacia el despertar.
Me mostraba hace unos años,
en la juventud de los peligros
sin pesadas ideas sin arsénico
determinaba mi sentido
también sin sacrificio.
El alcohol, la superposición de las tiernas heridas
formaban otro sueño más profundo.
En su inverosimilitud ni siquiera
el sueño alcanzaba el otro sueño.
Las nubes arrasadas por la emergencia
de las motocicletas, olvidaba el azul
sin necesidad de manifiestos
y era un sueño lo que se iba
sin dejarme acceso, a mí que tanto
soñé, a mis sueños. Recordar ese sueño,
y perderme en su múltiple determinación.
Las hojas solo caian una vez, me dije,
y contemplé así todo el otoño del sueño
durante días. El mismo autor
contemplado y dividido
olvidaba fragmentos que
su juventud conocía
y recomponía. 'En esto acabará
la inexistencia'.
Pero no fue fortuito,
la botánica onírica me paró el corazón.
Reconocí en el sueño
el despertar, limpio, aislado.
Entré en él sin finalizar la materia
de los sueños, y publiqué finalmente
en un bufido
la consciencia y el contexto
de los que me contenían.
El hombre entró en aquel bar de Estambul
cargando un maletín de tormentas.
Entró y vió el hilo dorado de una libélula
atravesando el sombrero de una señora
que sorbía ligeramente un veneno
multicolor mientras su cuerpo moribundo
se convertía en hielo
(se parecía tanto a su madre)
y el hombre entró
y vio la cáscara de su primigenio huevo
atascada en la luz de dos pistolas
que formaban un corazón.
El éxtasis de un cuchillo grasiento
relampagueaba en su ojo izquierdo
(o en el derecho si se convertía
en una forma opaca del futuro).
El hombre entró, vestido como si no
conociera la tersura del pecado,
con la corbata que brillaba en el eco
de sus pesadillas, con
los dientes de sus guantes mordiendo
los caimanes de sus manos, con su sombrero
en una sombra sin rostro,
con una solapa en la rosa, roja.
Entró y al entrar los cordones de sus zapatos
dibujaron un rostro antiguo,
y al entrar un ola de lilas se lo tragó,
y al entrar hombres enormes le recordaron,
y vió otra vez el cuchillo,
la luna, el bosque blanco.
El hombre entró y dejó a su lado el crepitar
de Radio Rusia, buscó
agua en el desierto, meditó en silencio
sobre la posibilidad de entrar
alguna otra vez en aquel bar.
Su propia metáfora es también
su pequeña historia, reflexionó,
mientras iba entrando y ya se acercaban
las estrellas, un disco de fuego
cruzaba sus costillas, el perfume
que le iba quemando los pulmones
era como una inundación que se llevaba
de su carne joven el tatuaje
del porvenir que el presente ya preveía:
dos cerillas en la mano del camarero se quemaban
con la rapidez del otoño a través de las vidrieras,
el invierno dejaba caer al mismo tiempo
una sola nieve sin segundos. Ya ha entrado
y nuevamente, cree, se ve entrar en los espejos de las
paredes y vuelve a entrar,
y a verse entrar
infinitamente
de la vida a la muerte,
de la misma muerte a la misma vida,
en dos mundos al revés.