Puedes. Es tu deber reclamar tu biografía
y que de ella desparezcan
los cuerpos, las miserias, las migajas.
Es tu deber como niño,
es tu deber desobedecer,
es tu deber para con nosotros.
Dentro de un gris plata
q no deja de ser
oscuridad donante de destellos,
perdemos.
Y deseo q las horas
ahoguen los miedos de un choque
entre un plagio
y un aerobús cargado con bombas nucleares...
Adentro, en sus pensamientos , nadie.
y en obsesión se volver a mi abismo.
Hay un ayer.
Y es.
Aunq no soy yo.
La moneda con sus labios fríos
te trajo y se te llevó, hundido en tu levita
de barro soñaste el orden desentrañado
de los hombres junto a un machete espejo
de ti mismo, enredadera de un sueño
que con su poder decide la pátina helada
de los muertos que limpian tu mundo.
Me llamaste, sí, trajiste
tortugas iluminadas por la arena,
trajiste la lámpara que barre con ellas la playa
en la que fuiste al fin y al cabo mi amigo.
Y ya se apaga, va quedando su marca de rabia
y la negrura de un cielo que la alcanza.
Ahora el presente nos evita. Perdido el ser
la carcasa de un recuerdo reclamó
que avivaras el bosque. Veo como un tigre
nos devora y se esconde con un golpe ácido.
Veo como cae el metal en un infierno
de cráneos y nacen dos soles. Vi tu dolor
en tu dolor de otros, hermano, y la crisálida
de sal en la que su miseria sobrevivía
como una piedra eterna. Se rompió tu hilo
una tarde de muertos. Fantasmas azotados
por el maíz llenaron de tierra tus venas.
Te vi aquel día, y una aguja de tiempo
nos atravesó de hombres, hermano,
de hombres sin sombra.
Los largos nombres que llevamos,
para los que tan poco significamos,
su larga experiencia de ser a ser,
su impenetrable eternidad.
Nombres de piedra en el aire,
letra a letra acotándonos la sangre,
memorias de un gesto,
inocente lugar al que respondemos,
atados a la rosa de los vientos,
libélulas intraducibles del ser.
Una multitud a través de los tiempos
define un solo nombre,
y su figura que nadie ve
¿a quién espera?
Un nombre siempre incompleto
nombrándonos sencillamente,
para muchos pensamientos
un solo nombre, su opio.
Paraíso, acércate:
¿cuántos nombres esperas?
La mano tras la que nos ocultamos
no es la nuestra,
es la de los que han muerto por nosotros,
quizá en vano.
Pero como muertos permanecen,
y algún día, cuanto antes, saldrán
de nuestros cuerpos y obedecerán
de nuevo a la vida.
Insistirán sin saberlo
en nosotros.
Traduces, te llevas regalos, pisas con un poco de antipatía
las teclas. Los tópicos entre el tópico humo del cigarrillo
te van poseyendo, lo sabrás cuando bajes a comprar
el pan, cuando pagues en el bar las bebidas.
Traduces, y cuantificas tu esperanza
con nombres incontables, terrazas donde la gente
toma el sol, pájaros que trinan.
Tonterías.
Traduces las tonterías del pleno día,
las sacas a la luz y ejercitas su mecánico poder,
trenzas en general, labios en común,
acompañadas duchas con agua caliente.
Traduces palabras que hace diez años desconocías
en lo alto de un apartamento pequeño y luminoso,
con el corazón buscando el accidente
que te permita abandonar a ese animal
ilustrado que con aburrimiento te somete.
Traduces los espejos, tu pasado, los rostros,
los eucaliptus. Contemplas la vida en cuarentena,
sus rojos, su cuerpo.
Abominable lugar el del gusano en la fruta.
Traduces, siempre traduces, ni una mirada
más allá, ni un signo extraviado.
Costumbre y zoología, pinturas dormidas.
Nada al azar. Nada de lluvia.
Traduces grandes invisibilidades.
Comes manzanas en la habitación rosa
y mientras, se te tuerce el recuerdo de un caballo
al que apostaste anoche.
Te lavas los dientes con la mirada perdida
en sábanas de seda pero
hay que ver que ligero se fue el dinero
ya casi no queda nada,
no adueñarse del Casino fue otro error.
Un poco en mala postura, el cojín
te quita tres deseos: Lola, Paula y Alicia.
Vas añadiendo notas al aparador,
los pies más fríos que antes,
alma de lo urbano, qué acogedora
la impaciencia del azar, qué pocos lo saben.
Comes manzanas en la habitación rosa,
escuchas en la radio música sencilla,
todas las luces están encendidas
desde que naciste.
Cuando ganas, en tu cuerpo desnudo
se posan los gorriones,
y te ven pasar mujeres
de todas las edades,
y te van quitando alas.
¿Te arrepientes todavía de no
encontrar ese sitio en el Casino?
Todos se arrepienten,
al parecer la noche tiene correspondencia
con el día. Y tú con tus moratones,
con el paso indiferente de los iluminados.
Tanto tiempo esperado, el crepitar
de los mercaderes, miras la cúpula
de hielo que cubre tu sacramento.
Pasas todo el día tomando refrescos.
Los días vuelan como mariposas.
Los amores van y no vienen.
Un cálculo exacto y serás
la tierra prometida.
Por la que ellas van y vienen.
En el Casino, qué pocos lo saben,
la vida es diferente. Trajes
de etiqueta, sueñas, la luz de la mañana,
un poco de frío al calor de la gente.
La ciudad vacía, los elementos del silencio.
Recorrer el camino que te aleja de tu casa.
Ajeno a lo visible, en el mismo círculo
se movieron las flores, se movió la tierra.
Muchos lo dicen,
yo no,
tu mayor suerte es no reconocerte.
Hoy la persiana no ha bajado,
la carne no ha revivido,
el sueño no ha sido truncado,
la razón es un fuego tímido
escondido bajo una montaña de ropa.
Hoy la calle sale a la ventana
con árboles y trinan los automóviles
y el frío esperpento de la almohada
acuña el día y su pasado
con un rubor negruzco.
La luz encendida en el baño, épica,
el rayo de limpieza y los anteojos,
tanta celebración intranscendente
y agradecida
en la inmediata espera o meditación
pre y locomotiva en sí.
Un desfajado Mercurio chirría
y nos abandona tan lejos de Ítaca,
sobre una guerra sin savia en la que
como vencidos
también seremos vencedores
a través de vuestros admirables actos,
a través de su nueva y mínima memoria.
Los cubos de basura como pentáculos
señalan la zona ajardinada en que los cristales
nos dan paso, y somos la muchedumbre,
y el ritual humo, la idea y la siembra.
Y somos finalmente el alegre falso retorno,
nos situamos como la verdadera sonrisa P.M.
ante la plataforma
y con un beso de puertas automáticas,
como magos sin chistera,
nos volvemos exquisitos
subidos a la enredadera
de la cama.
Transatlánticos en las mejillas, nuevos mundos
como hormigueros aterrorizados surcando
toda la infancia, y entonces desembocar
en el suspiro de los cuchillos y su mordedura de árbol,
creer que somos ajenos al negocio de la vida.
Y ni si fuéramos astros dormiría la protesta
de sus perros grises, ni siquiera escondidos
dejarían de manar sus orfebres la esquina amargada
de las llagas.
Pero mirad:
aquí fue de cielo el fruto escogido
para manar nuestra sangre, aquí en los agujeros
se guardan espinas y huesos, aquí todos nosotros
sudamos dentaduras sobre la vía de los relojes.
Mirad a la alegría desencantar la muerte, mirad
a los hombres buscar los muros
como móviles paisajes rojos
en las aguas de pueblos olvidados.
Mirad, es un siglo lo que nos separa,
con sus tortugas sobre la boca,
es un siglo de ramas yugulares
lo que llega a nosotros desde entonces,
y vuestras manos exprimiendo el musgo de las
jaulas de las golondrinas, y los colores
muriéndose como caracoles de luz
ya cruzan el espejismo. Mirad, nos tocáis,
aunque impasibles. Las plazas de la nostalgia
se llenan de uvas y ya manan las mejillas
vuestro cuerpo de alambre. Ya os váis,
a ese otro momento que vivimos juntos.
El alma, delicada, abandona los árboles,
la sequía traspasa a su sangre un cuerpo.
Ojos que olvidan, Pentesilea
ya forma parte de la tierra que odiaba,
sus miembros ya no serán descubiertos
y también su historia entrará
una noche, embellecida por las lágrimas
por los tiempos por las acusaciones,
en los estanques inmóviles.
Nadie habló del blanco camino de placer
que observaste en el espejo
en aquellos primeros años, y desde entonces
esa lucha, esa lucha omnívora
y ahora esa rúbrica de tu cuerpo sin vida
contra la vida, y de nuevo memoria
hasta que los girasoles te contemplen
entre sus raíces y un hermosísimo
canto de putrefacción asuma el olvido.
También tú una sola noche te abriste a la tierra,
también tu carne de estuco fue tatuada en el hielo.
También hoy eres el arrogante ópalo
en el que otra mujer deposita su silencio,
la inocencia de su último aliento.
La vida cotidiana es también un cisma,
una declaración de memoria pasada o futura,
de como fuimos o vamos a ser varios años
insensatos.
Más tarde (esto siempre), corregidos y en grupos
de siete u ocho, sin el encanto
del desencanto iremos apareciendo
por separado en la vida de otros.
Nos sucede lo cotidiano tan a menudo
que ya todos saben donde encontrarnos.
Aunque cuando se vive así,
tan empedernido y a deshoras,
entre mundiales avisos de deshaucio,
uno siempre piensa que lo mejor
está por venir
yéndose.
Vamos a nacer en otros como las alas,
transparentes nidos dormidos en la menta,
nieve de los árboles.
Dime donde vamos, trepando
por el color de la piedra (presiento
que al dividido espíritu del otoño,
a la muerte sin final del viento).
¿Volveremos como rasgos de humo,
naceremos de otra sangre soleada,
de los cálices del bosque?
Vagábamos sobre el sol entre
la que nos narra y la azul que nos esquiva,
entre esas dos llamas,
y sus dos puertas abiertas y cerradas temblaban
hermosas como cabelleras. Por que venir ahora,
este noviembre, cuando la ciudad es una polilla sangrienta
que entre sus patas trae la escena de la lluvia,
y tras su tiempo se pudren los espejos
a la sombra púrpura de tardes y tardes.
Ahora, cuando el clavo de los trenes
apunta con su escarcha frenética de alambrada
al despeñarse sus tambores
en valles circulares de sonido,
con los ojos quemados de patio.
Ahora, como siempre, ante otra memoria.
Y dices que es ahora
porque nuestros rostros son abanicos
arrancados un instante a las raíces del mercurio
en la noche del sol, y nos movemos
al ritmo de la cal viva ahora,
esbeltos cadalsos del tiempo,
despoblados de escamas,
y a una voz morimos de pensamiento.
Se refleja en las sábanas el pájaro fosforescente,
pájaro de pico vacío en un universos íntimos,
y el desasosiego de sus alas es nuestra negra ilustración.
Que no nos toque ese perfume pagano
con el que infecta el polvo de las manos
de los niños. La victoria no espera nada,
quien la conoce tiembla como un dios
que calculadamente retira su sangre y su hueso
al llegar la primavera y observa
por las oquedades el baile humano del alma.
Fugitivo, vencedor, nada es grato
si no se ha perdido antes.
La amargura da palomas a la gente,
el musgo quebrado de los violines
desemboca en las heridas.
Un hombre exprime entre las lilas
la yema de nuestros corazones
y allí deja los cristales ordenados sobre el suelo
como grandes vestidos mal cortados.
Ahora, hermano,
todo ahora que volvemos.